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19 años de la masacre del Naya: saldo en rojo del Estado

El miércoles de la Semana Santa del año 2001, el 11 de abril, pasó a la memoria de los habitantes de la región del Naya, ubicada en límites de los departamentos del Cauca y el Valle del Cauca, como una fecha marcada por el dolor y la barbarie.

Sábado 11 de abril de 2020

El miércoles de la Semana Santa del año 2001, el 11 de abril, pasó a la memoria de los habitantes de la región del Naya, ubicada en límites de los departamentos del Cauca y el Valle del Cauca, como una fecha marcada por el dolor y la barbarie.

La tragedia vivida por comunidades campesinas, indígenas y afro en los hechos que serían conocidos años más tarde como la “Masacre del Naya” tuvo lugar en un contexto caracterizado por condiciones de absoluta precariedad, de ausencia del Estado colombiano y, por ende, de la garantía del goce efectivo de derechos. A estas difíciles situaciones también se sumó un proceso de estigmatización contra los pobladores de la región, quienes fueron ampliamente señalados por medios de comunicación y altos funcionarios del gobierno nacional como colaboradores de la guerrilla.

La presencia de las insurgencias del ELN y las FARC en esta zona, considerada un corredor estratégico por los actores armados, sumada a hechos como el secuestro masivo ocurrido en la Iglesia de La María, en Cali, en 1999, fijaron la atención del paramilitarismo en esta zona como próximo destino para la expansión de su proyecto político y militar.

La masacre del Naya

En mayo del año 2000, los hermanos Castaño definieron como paramilitares la creación de los Frentes Pacífico y Farallones al interior del denominado Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia –AUC-. Con esos dos grupos los paramilitares cercaron a las comunidades a través del control de los accesos a la región. La vía marítima de Buenaventura fue bloqueada por el Frente Pacífico, y la vía terrestre de Buenos Aires fue controlada por el Frente Farallones.  

La zozobra se apoderó de los pobladores, quienes por más de un año se vieron sometidos al confinamiento y a la violencia despiadada de los paramilitares. Sin embargo, el punto máxime de la barbarie llegaría en la Semana Santa del año 2001. Para las AUC, el control territorial absoluto de la región se encontraba determinado por el avance y la consolidación de su presencia militar en las zonas del Alto y Bajo Naya y la salida al mar. La orden de Carlos Castaño era clara: “generar impacto y hacerse sentir cuando ingresaran por primera vez a una región”.

El siniestro recorrido de los paramilitares por la región dejó un saldo indeterminado de personas asesinadas. Los pobladores que recuerdan lo sucedido aseguran que los homicidios superaron a las cien personas, teniendo en cuenta que muchas de las víctimas fueron arrojadas a los abismos de la zona, que en algunos lugares de la región superan los 1.000 metros de profundidad, por lo que sus cuerpos no han logrado ser recuperados. Los registros institucionales darían cuenta de un desplazamiento masivo de alrededor de 3.000 personas y de la ocurrencia de decenas de torturas, desapariciones forzadas y mutilaciones (particularmente en mujeres), quienes además fueron víctimas de vejámenes y agresiones sexuales.

Las versiones rendidas por 66 postulados en el marco de la ley 975 de 2005 ante el Tribunal Superior de Cundinamarca en el año 2012 y las investigaciones conducidas por la Fiscalía 18 de Justicia y Paz arrojarían como resultado la connivencia y contribución determinante de integrantes y mandos del Batallón Pichincha, adscrito a la Tercera División del Ejército Nacional de Colombia, en las actividades preparatorias de la sangrienta incursión paramilitar en El Naya.

19 años después: sin justicia, sin reparación y sin tierras

Pasados 19 años de la masacre la situación del Naya no es muy distinta. El fracaso en los planes del paramilitarismo de hacerse al control del Pacífico colombiano no representó una oportunidad posterior para construir Estado en estas zonas. Por el contrario, las víctimas, dejadas a su suerte y beneficiarias de ayudas humanitarias, en el mejor de los casos, han liderado procesos de retorno sin contar con ningún tipo de garantías ni el debido acompañamiento institucional. 

En la actualidad, un grupo de veinte familias campesinas que abandonaron la región luego de la masacre piden al Estado colombiano que les reconozca su derecho a la restitución de predios en los que trabajaron durante años, tierras que están ubicadas en baldíos de la nación, de las que no existen registros geográficos institucionales, ni cédulas catastrales en veredas conformadas por las comunidades que no aparecen en los instrumentos de planeación. Piden que esas “tierras de nadie”, de las que fueron forzadas a desplazarse, sean suyas en derecho para, a partir de ello, reconstruir su proyecto de vida comunitaria.

La expectativa de la inversión social y la confianza en las instituciones no son tópicos que abunden en los habitantes de la región del Naya. Sus vidas, que parecen transcurrir en un mundo paralelo, entre caminos de herradura, plantas para surtirse de energía y el agua potable que se produce en las montañas, se acompañan de ejercicios organizativos autogestionarios que ratifican autonomías étnicas y culturales como expresiones de resistencia y defensa territorial.

El saldo en rojo del Estado de derecho continúa en aumento. Desde la Comisión Colombiana de Juristas hacemos memoria de estos atroces hechos ocurridos el 11 de abril de 2001, exigimos justicia con las víctimas y hacemos un llamado urgente al Estado colombiano a garantizar pronto el derecho de esta comunidad a la tierra, a la justicia y al pleno goce de sus derechos.

Comisión Colombiana de Juristas
Abril 11 de 2020