Por: Gustavo Gallón Giraldo en El Espectador
El conflicto armado en Colombia ha sido una disputa por la democracia que terminó convertida en guerra contra la democracia, y de la cual solo saldremos fortaleciendo la democracia. Ese es el planteamiento central del segundo capítulo del volumen sobre “Hallazgos y recomendaciones” de la Comisión de la Verdad, cuyo título es el de esta columna.
Por apropiarse de la democracia, o por supuestamente defenderla, los actores armados pasaron por encima de ella, violando la legalidad y cometiendo crímenes para tratar de ganar legitimidad entre la sociedad o en una parte de la misma. El Estado, además, abusó de la legalidad, a través de instrumentos como el estado de sitio o la creación legal de grupos paramilitares por decretos legislativos o por leyes y decretos-leyes, como los que autorizaron las Convivir. La ciudadanía osciló entre el apoyo a la paz en algunos momentos, como en 1998 o en 2014, o a la guerra, como en 2002 o en 2016.
En esta contienda por la legitimidad, fue central la noción del “enemigo interno”, a través de la cual desde el Estado se estigmatizó como potencial combatiente y objetivo militar a quien pensara distinto. Engendrada en la guerra fría, dicha noción condujo a graves violaciones de derechos humanos, a la estigmatización del movimiento social y al tratamiento militar de los conflictos políticos.
“La democracia también se cerró debido a las guerrillas”, dice el informe. “El afán de hacer una guerra popular las llevó a que buscaran dinero a través de acciones como el secuestro” y a convertir en blancos de violencia a quienes consideraran como “enemigos de clase”.
Se asestó así un duro golpe al corazón de la democracia, dificultando la alternación en el poder y la aceptación del pluralismo, en vez de lo cual predominó una atmósfera de polarización y de exclusión política. En algunos territorios, se tradujo en un “poder dual”, ejercido en parte por las guerrillas y en parte por el Estado, especialmente en zonas donde pudieron controlar rentas mineras, tierras o la contratación pública. Ello se agudizó y se hizo más complejo por el narcotráfico, que tuvo alianzas y confrontación con la insurgencia, además de una estrecha relación con el paramilitarismo, y con políticos regionales, gobiernos locales, el Congreso y la rama ejecutiva, entre otros poderes.
Las élites políticas y económicas pusieron frenos a las reformas sociales necesarias para consolidar la paz lograda en diversos momentos, bien fuera en los inicios del Frente Nacional, o en la política de apertura democrática impulsada por Belisario Betancur, o luego de la Constitución de 1991. “La paz requiere reformas para cambiar no solo la exclusión social y política, sino también la inequidad y la injusticia social”. “La convivencia, la no repetición y la reconciliación nacional necesitan ser un proyecto que permee todas las instituciones, los planes de gobierno, la cultura, el espacio simbólico y, sobre todo, a cada individuo, y, en especial, a los líderes. Solo así se podrá lograr construir una nación pacífica. La nación del «no matarás»”.
Al igual que la sociedad, la democracia colombiana está herida, hay que curarla y es posible y urgente hacerlo. Gracias, Comisión de la Verdad.